Detrás de
El imperio de la trola
Donald Trump tiene que vadear a los tribunales de su país, que aún es uno de los tres poderes de la nación
DONALD Trump es el indiscutible protagonista del panorama mundial desde hace pocos meses, cuando volvió a ser elegido presidente del país más poderoso del planeta, un mandato que parecía menos probable que su ingreso en prisión. Personifica un tipo de gobernante completamente en línea con la simplicidad, la vacuidad, la inmediatez vertiginosa y la falta de escrúpulos que caracterizan la contemporaneidad. Se regodea en decir mentiras, y su forma de relacionarse con el resto del mundo y, por así decirlo, de negociar es la de un príncipe caprichoso y desquiciado. Lo suyo es arrear a diestro y siniestro, sin brida ni temor algunos: “Yo soy así”, declara. Chulea sin límite. No le empacha trolear, lo cual vuelve a ser un pecado venial en política, una arena de lucha por el poder donde la memoria es la de un pez, y por tanto los costes de la mentira son pocos.
Trump parece odiar lo mismo que ama, y sus bandazos, afectos y desafectos son radicales, de un día para otro: China, Europa, Rusia. Revoluciona los mercados con prepotencia infantiloide, anárquicamente, como si fueran hormigas los habitantes del resto del mundo. Provoca colapsos de varios días en la bolsa con sus declaraciones y amenazas, para mayor ganancia de pocos pescadores con información anticipada; quién sabe quiénes, qué sabe nadie. Bien pudiera uno temerse que esto es lo que nos queda: el imperio de la mentira.
Más allá del comercio y los aranceles, más allá de Groenlandia, la clave del éxito internacional de este tremebundo personaje es la inmigración ilegal. Quién puede negar que esa bandera es un valor seguro en tiempos de zozobra. No se entiende que le salgan aquí acólitos al insospechado enemigo de la Unión Europea, si no es porque tenemos un miedo natural al enemigo exterior, a la invasión. Los síntomas soplan de popa, y díganselo a las Islas Canarias. En fin: a Trump, entre ‘green’ y ‘green’, el resto del mundo parece traérsela al pairo. Pero es que se dispara en un pie y otro por turnos, porque es tan bravo con los razonables como cobarde con los tiránicos (obviaremos al brutal Estado de Israel, que ha hecho coartada y totalitarismo aniquilador tras la cruel agresión de Hamas, más el desprecio absoluto a su propio pueblo, hecho escudos humanos, o más bien carne de cañón).
Según hemos sabido esta semana, un tribunal de EE UU ha declarado ilegales los aranceles generalizados de la Administración Trump, simbolizados por aquella tablilla de castigos comerciales, que no estaba lejos del “exprópiese” de Hugo Chávez, el dictador venezolano, consumado comediante. En un país institucionalmente aún decente, Trump ha apelado la decisión, y ha conseguido salvar sus bombas racimo, basadas en “la emergencia” de su política comercial. Como se dice en rugby, “patada a seguir”; hasta primeros de junio. Más allá de las balanzas de importación y exportación, el estilo Trump, más o menos maquillado, consiste en una tendencia devastadora: la de la bula de la mentira. Nadie parece pagar por darse a la poca vergüenza desde los más altos despachos. Sin ánimo de señalar.
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